Brasil se apresta a recibir la visita del Papa Francisco a Río de Janeiro a propósito de participar en la Jornada Mundial de la Juventud. Todo un acontecimiento que ocurre en medio de las protestas sociales y las voces del cambio que han estado envueltas en la fiesta futbolera y pre-olímpica. Esta vitrina mundialista del deporte ha sido una oportunidad capitalizada por los jóvenes internautas para manifestar su disgusto y frustración con una élite política que se aleja cada vez más de las necesidades y reclamos de las nuevas generaciones, que por cierto, no conocieron la dictadura militar, los golpes de estado, los centros de tortura y hasta las violaciones sistemáticas a los derechos humanos. ¿La brecha generacional está implícita en estas revueltas sociales en Brasil?
Una democracia que los jóvenes dan por descontando en Brasil y que se muestran distantes del mismo pasado que porta la mandataria Dilma Rousseff, la primera mujer presidenta que en su juventud se integró a varias organizaciones armadas clandestinas de oposición a la dictadura militar. Estos jóvenes agrupados en el movimiento Pase Libre han dejado al descubierto el ascenso social que se ha logrado en el país sudamericano con una sociedad más educada e informada que reclama la modernización de sus instituciones y que rechaza el derroche multimillonario en estadios y otras instalaciones deportivas. Precisamente en el país del futbol el descontento generalizado se palpa con una clase media que busca reorientar el gasto social y que demanda más escuelas y hospitales que los estadios y la avaricia que pueda dejar la FIFA.
La clase política brasileña presionada para darle una “pronta salida” a la agitación social que se desenvuelve al calor de la consigna futbolera y olímpica no le ha sido fácil encontrar la cuadratura del círculo a esta coyuntura que puede amenazar la permanencia del Partido de los Trabajadores al frente del gobierno. Las dificultades se han dado porque se trata de un movimiento espontáneo que bajo la marcha está construyendo identidad colectiva y que no cuenta con líderes visibles ni actores formales con quien negociar, así como una estructura organizativa que dicte rumbo y dirección. Si bien los “indignados” brasileños detonaron su enojo ante el alza de las tarifas de transporte, reclamos y quejas de todo tipo han tenido lugar.
Una de las preguntas clave que ha levantado este movimiento ha sido en torno a la economía mundialista del futbol. Algunas experiencias cuestionan que la derrama económica proveniente de la generación de empleos, ingresos por turismo e incremento del consumo en ocasión de grandes eventos deportivos a nivel mundial no compensan el nivel de gasto y de endeudamiento en el que tienen que incurrir los países-sede. Además, hay enojo por la expulsión de habitantes de favelas y otros barrios debido a la construcción de infraestructura turística y deportiva, los desalojos forzados que contravienen el derecho internacional y el derecho a la vivienda.
Al parecer el gran móvil de estas protestas sociales no está relacionado con la falta de empleo tal y como sucede en países de la eurozona como España o Grecia. Quizás la toma de las calles en Brasil esté anclada más a la época de la bonanza económica, al ascenso social, a la expansión de la clase media y la salida de casi 30 millones de personas de la pobreza. En ese sentido, cabe preguntarse si lo que estamos viendo o no en Brasil está relacionado con la incapacidad del sistema político para darle espacio a las nuevas demandas que se han generado ante la enorme transformación social.
LA ECUACIÓN POLÍTICA PENDIENTE
Las manifestaciones sociales en Brasil reflejan una ecuación política pendiente. Los agravios de la corrupción, impunidad y compra de votos son tan sólo algunos ejemplos del estatus especial que disfruta la clase política y los allegados del gabinete presidencial. Una problemática conectada indiscutiblemente a la crisis de representación que viven muchos países de América Latina y la desconfianza de la sociedad frente a sus gobernantes.

Empecemos con la problemática de la corrupción que también forma parte de los reclamos del movimiento Pase Libre, la bandera que tomó más relevancia con el Mensalao, el expediente más escandaloso sobre desvío de dinero público en la historia reciente del país y que supuestamente compró la simpatía legislativa a cambio de apoyo al gobierno. Toda una artimaña que supuestamente estuvo operada por José Dirceu, el ex jefe de gabinete de Lula. En Brasil, muchos legisladores que son acusados e incluso condenados por delitos como lavado de dinero y pago de sobornos esquivan la justicia, gracias al grado de impunidad que conservan las instituciones y sus líderes. Fue hasta las protestas sociales de junio que la ley de corrupción pudo descongelarse de los tantos años que permaneció atascada en el Congreso, finalmente fue aprobada para aplicar sanciones más severas a quienes cometan estos actos ilícitos.
No perdamos de vista que durante los primeros años de su gobierno, Dilma Rousseff tuvo que destituir hasta diez ministros envueltos en casos de corrupción, malversación de fondos, enriquecimiento ilícito y lavado de dinero, así como la necesidad de imponer una serie de frenos a las carreras políticas a través de la ley del Expediente Limpio. El desprecio por el Congreso también se palpa en una diversidad de partidos políticos, el Tribunal Superior Electoral da cuenta de la existencia de 30 de agrupaciones, que en muchos casos, se manejan al son del interés privado. Otro cuestionamiento que caldea el ambiente político ha sido el relacionado con el financiamiento de las campañas electorales, pues en Brasil cualquier persona física o moral puede hacer donaciones en dinero durante la celebración de éstas.
Frente a la caída repentina de 27 puntos en sus índices de popularidad que reporta la consultora Datafolha en tan sólo tres semanas, Dilma Rousseff ha probado ser una política sensible. Ha propuesto una reforma política con el apoyo de los gobernadores, alcaldes y congresistas para que a través de un plebiscito la ciudadanía se exprese en torno al sistema electoral, el financiamiento de las campañas políticas, las coaliciones partidarias y el voto secreto en las Cámaras. La sociedad está presionando para que se diseñen reformas que pongan por delante el beneficio del interés colectivo en detrimento de los intereses de grupos, un viejo reclamo del Partido de los Trabajadores que no había alcanzado el consenso necesario en el Congreso y que no sabemos si podrá ser aplicado en las elecciones presidenciales de octubre del 2014.
Todo parece indicar que Dilma Rousseff se está jugando su futuro político con la evolución de estas protestas sociales. La permanencia del partido oficialista y su posible reelección en las elecciones del 2014, están relacionados con el hoja de ruta que que pueda trazar para darle cabida a este despertar de la clase media y juvenil en Brasil. No la tiene fácil, el estancamiento de la economía y el aumento de la inflación enredan más el panorama de esta joven economía emergente.